Un caballero acude, como todos los días, a la barbería de su barrio para afeitarse y acicalarse como es debido. El propietario, al verle, le invita a sentarse en la butaca de siempre y le informa que hoy se encargará de su afeitado un joven aprendiz.
El muchacho, nervioso en su primer día, le pone la espuma de una manera correcta y enfila con la navaja la incipiente barba del cliente. Pero entre el jabón, los nervios y la falta de pericia, ¡zas! le hace un pequeño corte bajo la oreja izquierda al caballero. Este, le mira fijamente, pero no se queja.
El aprendiz, un poco alterado, sigue a lo suyo y ¡zas! ahora hace un corte junto a la boca. El cliente, de nuevo en silencio, vuelve a clavar la mirada en el muchacho.
El joven, ya terriblemente nervioso, sigue afeitando cuando ¡zas! otro corte, ahora junto a la nuez.
- Por favor -dice, tranquilamente, el cliente-, ¿podría darme una navaja de afeitar?
- ¿Para qué? -pregunta el aprendiz.
- Coño, ¡para defenderme!
El muchacho, nervioso en su primer día, le pone la espuma de una manera correcta y enfila con la navaja la incipiente barba del cliente. Pero entre el jabón, los nervios y la falta de pericia, ¡zas! le hace un pequeño corte bajo la oreja izquierda al caballero. Este, le mira fijamente, pero no se queja.
El aprendiz, un poco alterado, sigue a lo suyo y ¡zas! ahora hace un corte junto a la boca. El cliente, de nuevo en silencio, vuelve a clavar la mirada en el muchacho.
El joven, ya terriblemente nervioso, sigue afeitando cuando ¡zas! otro corte, ahora junto a la nuez.
- Por favor -dice, tranquilamente, el cliente-, ¿podría darme una navaja de afeitar?
- ¿Para qué? -pregunta el aprendiz.
- Coño, ¡para defenderme!
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